Cuando alcanzas los cuarenta años comienza una nueva etapa en tu vida que se basa en consolidar y mejorar los logros del camino andado, de recoger la cosecha de la siembra de los años anteriores. Difícilmente se te pasa por la cabeza que en esta línea invisible de tu existencia los acontecimientos te obligarán a tomar una gran decisión, con la misma energía de un jovenzuelo y con la misma sabiduría de un anciano. Esa decisión me tocó tomarla a mi con cuarenta años exactos: continuar por el camino trazado en mi juventud o desandar el camino recorrido y empezar de nuevo.
Febrero de 2007: el cielo se me cayó encima. Puedo asegurar que ahora entiendo a los valientes galos de aquella irreductible aldea que sólo temían que el cielo se les cayera encima de sus cabezas. Por una casualidad, por esas cosas que pasan sin uno programarlas, me diagnostican una especie de desarreglo o desorden metabólico generalizado, que se traducía en los típicos males de nuestra civilización: hipercolesteremia, triglicéridos, esteatosis hepática severa, hiperglucemia, obesidad, diabetes mellitus y unos cuantos hiper más en la lista.
Mi tratamiento siguiendo las indicaciones de Leo comenzó en abril de 2007 y concluyó en abril de 2008. Los resultados positivos se observaron ya en septiembre. En noviembre prácticamente se podía dar por definitiva la intervención. Ya en enero los resultados eran espléndidos y el último, en abril, no dejó ni la más mínima anotación en rojo sobre mis órganos vitales. Digamos que obtuve la absolución. Este mismo abril, poco días después, en consulta con mi médico de cabecera observo como, con cautela, dice no explicarse la increíble evolución de mi estado de salud. Esperando a junio, a una nueva analítica, creo que también la medicina convencional podría darme la absolución.